Ya no hay ninguna duda. Quien ya dejó de ser “un pobre político”
–según la advertencia del corruptísimo Carlos Hank González–, debido al
patrimonio de mansiones que posee junto con su esposa, Luis Videgaray y
los que están enlistados en el periodismo de investigación, y contra lo
dispuesto por la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos
(si ésta sigue vigente, como derecho positivo), para normar la conducta,
actos y omisiones de gobernantes y gobernados, es Peña Nieto, quien
reúne y controla los tres Poderes de la Unión (Artículo 49). Esto se ha
consumado. Así como Calígula designó a su caballo senador, el mexiquense
nombró a Medina-Mora como ministro de la Suprema Corte de Justicia de
la Nación, que ya no es suprema, ni de justicia y menos de la nación,
despojándola, incluso, de su facultad como tribunal constitucional.
Éste era el sueño del nazi Carl Schmitt, cuando logró que Hitler
fuera el defensor, intérprete y ejecutor de la Constitución, en polémica
con Hans Kelsen, para quien el tribunal constitucional era una
institución con autonomía e independiente de los tres poderes del Estado
federal, para conocer y dictaminar sobre la inconstitucionalidad de los
abusos del poder, impunidad y contra que el Führer, primer ministro o presidente, reuniera en su persona más de un poder (Carl Schmitt, La defensa de la Constitución; y Hans Kelsen, ¿Quién debe ser el defensor de la Constitución?).
Y es que el pragmatismo peñista ha continuado imponiendo su nazismo
jurídico con resabios del derecho romano de cuando la decadencia del
imperio, pareciendo Peña una mezcla de Hitler y Cómodo (Theodor Mommsen,
El mundo de los césares; y varios autores, Roma domina al mundo).
Y si no vale esa semejanza, entonces el de Atlacomulco imita a Santa
Anna y al Porfirio de 1908, en vísperas de las revoluciones de Ayutla y
de 1910.
La designación de Medina-Mora contra viento y marea de
críticas, de más de 53 mil firmas oponiéndose y de la investigación
documentada de sus complicidades para otorgar impunidad, regresar
fortunas producto de enriquecimiento ilícito y encubrimiento, vestido,
más que investido, de toga y birrete, como el onceavo ministro de la
Corte degradada a una secretaría más de Peña, significa que éste
está dispuesto a seguir interrumpiendo la observancia constitucional,
estableciendo cada vez más un gobierno contrario a sus principios
mediante contrarreformas que impidieron someter a consultas
populares (Artículo 34, de los derechos de los ciudadanos, fracción
VIII). Hemos asistido a la implantación de una devastadora modernización
antidemocrática, en referencia a los reclamos, oposiciones y protestas
de la democracia directa que se manifiesta en las calles con la tragedia
de Ayotzinapa como punta de lanza y vanguardia de sus malestares sociales.
Está llegando a la mitad de su sexenio y la nación sigue esperando
resultados de sus 11 reformas que no aterrizan en la realidad de la
administración pública. De las aún utópicas inversiones de su
“expropiación petrolera” y el botín de la de telecomunicaciones (para
Televisa y Tv Azteca); la financiera y fiscal, repudiada por sus aliados
empresariales y patrones; la magisterial atascada en su incumplimiento;
y la laboral en despidos para contratar por horas sin ningún derecho
social. El neoliberalismo económico se las ha devorado. Los manotazos y mano dura
de Peña, característicos de su autoritarismo, solamente violan los
derechos humanos y encubren las torturas, haciendo de la Procuraduría
General de la República otro canal de Televisa y de López-Dóriga su
vocero.
Haber degradado a la Corte, desde que Zedillo llegó al grado de
suspender sus actividades por más de 3 meses cuando la dejó con sólo 11
ministros, como lo hizo Peña para imponer a sus dos empleados (Ortiz
Mena y ahora Medina-Mora), y a la espera de nombrar a dos más, significa
que ya reunió los tres poderes en su persona, no obstante que la
Constitución determina que “no podrán reunirse dos o más de estos
poderes en una sola persona o corporación, salvo el caso de facultades
extraordinarias al Ejecutivo de la Unión”. De hecho, por su
autoritarismo-autocrático de “el Estado soy yo” (de Luis XIV) y “tras de
nosotros el diluvio” (de Luis XV), es que Peña decretó controlar el
supremo poder de la Federación para convertirlo, de facto, en un Estado
unitario, centralista, con la sumisión de los desgobernadores y el jefe de gobierno de la capital del país.
Otra vez estamos de regreso al periodo de 1835-1846, que
provocó la restauración del federalismo por medio de la revolución de
Ayutla (Felipe Tena Ramírez, Leyes fundamentales de México). Ya
no tenemos ni Corte ni tribunal constitucional. Los 11 ministros, nueve
de los cuales guardaron silencio ante el atropello de Peña, son ya la secretaría
de Enrique Peña Nieto para el despacho de los asuntos legislativos del
presidencialismo, al puro estilo de Antonio López de Santa Anna.
Álvaro Cepeda Neri*
*Periodista
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