Por qué Morena
NavegacionesPedro Miguel
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No estoy en y con Morena por
seguir ciegamente a López Obrador, por inercia mental y mucho menos para
conseguir un hueso o una prebenda, sino porque es la única organización
política que conozco con presencia nacional que tiene un programa
social y popular para el país, porque allí se encuentra buena parte de
la ciudadanía consciente y porque es uno de los poquísimos espacios en
los que aún es posible luchar por la decencia, la honradez y la
congruencia, y ganar la lucha. Claro que el partido no se construye en
el cielo, sino en la tierra; aquí hay muchos corruptos y oportunistas y
más de alguno ha conseguido incrustarse en la organización. Por eso se
requiere participación constante y una vigilancia permanente de la
militancia sobre la dirigencia, recurrir a los órganos de fiscalización
del propio partido e impedir que los recursos públicos recibidos se
conviertan en botín de una burocracia partidista. No estamos para perder
el tiempo fabricando un PRD bis.
No me gustan las elecciones ni
las campañas políticas y sé que las instituciones electorales (el
Instituto Nacional Electoral y el Tribunal Electoral del Poder Judicial
de la Federación) están podridas de raíz; no confío en ellas. Pero creo
que si se logra un caudal masivo de votos es posible obligarlas a
reconocer victorias opositoras. Creo también que una fuerte presencia en
el Congreso de un partido no entregado al régimen oligárquico
(considero que PAN, PRD, Verde y Nueva Alianza son ya meros instrumentos
de control, dominación y reparto de cargos) puede ser decisiva para
frenar la destrucción del país que se lleva a cabo mediante las reformas
estructurales del peñato, así como para obstaculizar que el priísmo
gobernante emprenda una represión masiva y generalizada en contra de las
luchas sociales y de las instancias independientes que quedan.
Sé que ganar una elección es muy
difícil, que defender el triunfo es aun más arduo y que, incluso si se
logra una victoria y se consigue defenderla, ello no garantiza el
cumplimiento del programa de gobierno ni la fidelidad de los mandatarios
a sus mandantes. En otros términos, los comicios, por sí mismos, no van
a rescatar a México de la devastación, la postración y la crisis
general en que se encuentra.
Concibo el terreno de los
comicios como uno de los frentes en los que se debe estar y luchar, no
como el único instrumento de transformación social. Para que la
participación electoral tenga sentido debe arraigarse en las causas
sociales y populares y articularse con las movilizaciones, con la
resistencia civil pacífica y, sobre todo, con la construcción de
organización independiente en todos los ámbitos de la vida pública y en
todo el territorio. De esa manera será posible alcanzar el nivel de
participación electoral requerido para ganar y hacer valer la voluntad
popular. En esa forma será posible vigilar desde la sociedad que los
funcionarios y representantes no se corrompan ni traicionen sus
promesas. Así podrá transitar el país de esta mascarada de democracia
representativa que actualmente padece a una democracia participativa
funcional. Dicho de otra manera: tengo claro que para tomar el poder
real y no sólo oficinas gubernamentales –para lograr que el pueblo
ejerza el poder, pues–, hay que construirlo desde abajo.
Pero pienso que los esfuerzos por
procurar la organización autónoma de la sociedad tampoco bastan, por sí
mismos, para quitarse de encima al régimen oligárquico. En ausencia de
una organización (partido, red, confederación, congreso o como se llame)
que articule en escala nacional las luchas locales, éstas son
fácilmente aisladas, divididas, desvirtuadas o reprimidas por el
gobierno.
Creo que es menos difícil
convencer a la ciudadanía de que vaya a votar una mañana dominical que
persuadirla para que salga a las calles a manifestarse; es más fácil
convocarla a manifestaciones que lograr que deje de ir a trabajar o que
deje de consumir marcas monopólicas y de comprar en centros comerciales;
es más fácil organizar un boicot comercial y televisivo que una toma de
carreteras; y, desde luego, es menos difícil (y, sobre todo, menos
amargo) derrotar un fraude electoral que enfrentarse al ejército. Si se
logra la organización requerida para llegar al gobierno por medio de un
triunfo en las urnas tal vez sea innecesario organizarse para un paro
general. O tal vez el paro general se vuelva el único instrumento para
salir al paso de una enésima imposición.
Pero si no se puede ni siquiera
ganar una elección y defender los resultados, de seguro no será posible
organizar un movimiento de desobediencia civil capaz de deponer al
régimen.
Encuentro que la vía de las urnas
es la prioritaria –no la única– en estos meses, no para legitimar al
gobierno oligárquico, sino para debilitarlo en forma significativa y
para detener o atenuar la ofensiva legislativa, política, económica,
policial y militar que se abate sobre la población. A mayor cantidad de
puestos de elección popular ganados por la sociedad, mayores serán las
dificultades del peñato para seguir adelante con el saqueo, la represión
y la insolencia. Eso no significa dejar de lado causas como la defensa
de los derechos humanos (en primer lugar, la exigencia de
esclarecimiento y justicia para los 43 muchachos de Ayotzinapa
desaparecidos por el Estado y el castigo a los responsables de las
ejecuciones extrajudiciales de Tlatlaya, del incendio en la guardería
ABC, de las muertes de mineros, de las masacres de campesinos, de los
asesinatos de luchadores sociales y periodistas, de las veintitantas mil
desapariciones), las luchas comunitarias en contra de los proyectos
depredadores, la defensa del agua, la recuperación de los recursos
naturales y la liberación del país del dominio que ya ejercen sobre él
los grandes capitales trasnacionales. Por el contrario, la disputa de
cargos por la vía electoral tiene como propósito, en primer lugar, crear
condiciones más favorables para el éxito de esas causas.
Si se construye una mayoría en el
Legislativo y se logra un buen número de gubernaturas y presidencias
municipales se abrirá una vía democrática y constitucional para
emprender la transición hacia otro sistema político y económico. Pero si
el régimen se derrumba sólo por el efecto de la presión social
(desobediencia civil, paro general, insurrecciones y levantamientos) se
creará un vacío institucional que no será llenado por la sociedad, sino
por mafias locales, grupos de la delincuencia organizada y poderes
fácticos, o el estamento militar. Es decir, se llegará a lo contrario de
una democracia ejercida por el pueblo, y quienes pregonan que mientras
peor, mejor, no saben lo que dicen o hablan con mala fe. Siendo puberto
vi a algunas personas suspirar aliviadas cuando Luis Echeverría sucedió
en el trono presidencial a Gustavo Díaz Ordaz, porque, pensaban, nadie
como el poblano podría ser más represor. De entonces a la fecha muchos
han pensado que nadie podría ejercer la Presidencia peor de lo que la
ejercieron Salinas, Zedillo, Fox o Calderón y, sin embargo, cada sexenio
ha dejado al país más empobrecido, más saqueado y más oprimido, y al
gobierno, más corrompido y más envilecido. La ruina nacional no tiene
más límite que el que fije la sociedad organizada.
Tanto si se opta por la vía
electoral como si se propugna el boicot a los comicios y la resistencia
civil, es claro que el resultado no está a la vuelta de la esquina ni de
aquí al mes entrante. La articulación de todas las luchas en una sola
lucha requiere de un trabajo lento y arduo de concientización y
organización de base que tomará años. Tampoco en el terreno de las
elecciones se va a lograr un vuelco radical de aquí a julio: ha tomado
30 años (de 1982 a 2012) multiplicar por 10 el caudal de votos que las
cifras oficiales reconocen a las izquierdas. Pero en la circunstancia
actual los tiempos pueden acelerarse para ambas rutas porque el régimen
se está cayendo a pedazos. Sería una irresponsabilidad mayúscula no
buscar la confluencia entre todas las vías y entre todas las propuestas
para construir un proyecto general de nación con sentido social,
dedicada a procurar el bienestar de sus habitantes y no a oprimirlos,
venderlos, explotarlos y asesinarlos, como es el signo del actual
gobierno.
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