Incertidumbre histórica
Una vez destruida
toda verosimilitud de la “verdad histórica” y puesta en
evidencia la determinación del gobierno federal de urdir una mentira
histórica para encubrir algo aun más truculento y sórdido que esa
fábula, la Procuraduría General de la República (PGR) se concentra
ahora en fabricar una incertidumbre definitiva sobre el destino de
los 43 muchachos normalistas que fueron desaparecidos en Iguala el 26
de septiembre de 2014 por fuerzas del Estado. La construcción de la
incertidumbre como lápida final para un crimen incómodo es un
conocido recurso de autoexculpación del poder político. Claro que
en términos de imagen lo más conveniente es ofrecer una explicación
plausible que desvíe la atención de los culpables reales y la haga
recaer en culpables inventados o que la constriña a unos autores o
cómplices materiales de poca monta. Pero si eso no es posible más
vale pasar por ineptos que por criminales.
¿Quiénes ordenaron los
asesinatos de los Kennedy? ¿El de Olof Palme? ¿El de Colosio?
Misterio. Las pesquisas iniciales de esos delitos fueron inmundas,
más pensadas para oscurecer que para aclarar; se dejó pasar el
tiempo, se destruyó pruebas, se ocultó testimonios y se fabricó
otros, se sembró pistas falsas, el enredo acabó por ser
inexpugnable y los asesinos quedaron a salvo de la justicia.
“Si la sociedad no
acepta nuestra versión de lo ocurrido en Iguala –parecen calcular
ahora los operadores del peñato– al menos que no quede al
descubierto nuestra determinación de construir un desenlace
imaginario; si instancias internacionales como la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), los Expertos Argentinos en
Antropología Forense (EAAF) y el Grupo Interdisciplinario de
Expertos Independientes (GIEI) insisten en descubrir incoherencias,
falsedades y deficiencias, arrojemos lodo sobre ellas, vía
interpósitas personas (o muchedumbres virtuales de “peñabots”)
para restar credibilidad a sus señalamientos. Negociemos: tú no
aceptas nuestra “verdad histórica” y nosotros no reconoceremos
nunca que mentimos en forma deliberada, así que convengamos un
descuento del 50 por ciento y dejémoslo en incertidumbre histórica”.
Aunque en realidad
no hay negociación alguna sino un puñetazo sobre la mesa. No fue
otra cosa la patética presentación ante medios del subprocurador
Éber Omar Betanzos y su especialista Ricardo Damián Torres –lectura
de un boletín sin espacio para preguntas– a fin de poner sobre la
mesa, de manera sesgadísima, algo del no concluyente ni concluido
peritaje del Grupo Colegiado de Expertos en Fuego. Ese acto
unilateral violentó los acuerdos básicos de trabajo que habían
sido adoptados por la PGR y el GIEI, los compromisos con los padres
de los 43 muchachos, las reglas que se había fijado para el
desempeño del equipo de especialistas en fuego, la verdad y la
decencia.
El hecho de que
algunos restos humanos fueron incinerados en Cocula se sabe desde
hace mucho, como se sabe, también, que no pertenecían a ninguno de
los normalistas. Ello exhibe la pavorosa ruptura del estado de
derecho en tiempos del calderonato y del peñato pero no fortalece de
manera alguna la historia de Jesús Murillo Karam. En suma, el
espectáculo encabezado por Betanzos fue diseñado para hacer creer
que la “verdad histórica” tiene algún porcentaje de certeza y
que el GIEI mintió, a fin de justificar la decisión gubernamental
de poner fin a la misión del grupo en el territorio nacional.
Se trata, pues, de
un episodio más en el desempeño del gobierno federal caracterizado
por la indolencia, el descuido y el desaseo, las omisiones, la
obtención de confesiones bajo tortura, el ocultamiento de pruebas,
la opacidad, la criminalización de las víctimas, la distorsión
sistemática de los resultados científicos, las campañas sucias y a
trasmano contra los expertos independientes, el incumplimiento de
acuerdos y de reglas previamente establecidas. Urgía echarle al
crimen una capa más de inconsistencias y contradicciones para diluir
las certezas –las únicas posibles: que la PGR sigue ocultando la
verdad– y extender la impresión de que es imposible saber qué
ocurrió aquella noche. Para decirlo rápido y a falta de mejor
adjetivo, fue un acto procuraduriento a más no poder.
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