Los maestros privilegiados
Luis Hernández Navarro
La Jornada
privilegiado, con un salario base de 4 mil 300 pesos quincenales.
En 1985, a los 19 años, Daniel llegó a Chiapas a hacer realidad su
sueño de ser maestro. El deseo de ser docente le nació por culpa de
Florencio Cruz Valencia, su profesor de sexto grado. Su mentor narraba
la historia de una forma tan hermosa y convincente, que López
Castellanos la vivía como si lo que escuchaba estuviera aconteciendo en
ese mismo momento. “Cuando sea grande –se dijo– quiero ser como él.”
Tercero de nueve hermanos de una familia campesina del municipio de
Santo Domingo Nuxaá (que en mixteco quiere decir Pueblo Nuevo), distrito
de Noxhixtlán, Oaxaca, Daniel es el único de sus familiares directos
que logró estudiar una carrera. Lo hizo a pesar de que su padre, don
Filadelfo López Zárate, quería que se pusiera a trabajar en lugar de ir a
la escuela.
Fue en la secundaria del municipio de Santa Inés Zaragoza donde
encontró la pista de cómo poder estudiar. Vio en la experiencia de dos
de sus maestros egresados de la Escuela Normal Rural de Mactumatzá, en
Chiapas, el camino para volverse profesor. El día en que les contó sus
aspiraciones, ellos le respondieron que eso estaba muy bien, pero le
pusieron una condición que él siguió al pie de la letra: no ser igual a
ellos, sino mejor.
Cuando, sembrando frijol, le confesó a uno de sus hermanos menores
–que le ofreció apoyo económico para seguir estudiando– su decisión de
irse a Mactumatzá (que en zoque significa Cerro de las once estrellas),
tuvo que admitir que no tenía idea de dónde quedaba ese lugar. “Pero
sabes –le dijo–, allí hay una normal rural y yo quiero ser maestro.” De
paso, le pidió que no dijera a sus papás adónde realmente se marchaba.
En el examen de admisión que presentó para entrar a la normal rural
obtuvo el lugar 16 de entre mil 500 aspirantes. Fue uno de los 120
muchachos que lograron quedarse. Sin apoyo económico paterno, sobrevivió
haciendo cuanto trabajo llegaba a sus manos. Allí estudió tres años de
bachillerato y cuatro de licenciatura, aunque en total estuvo en esa
institución ocho años. Y es que, durante 12 largos meses, las clases se
suspendieron porque la autoridad trató (infructuosamente) de cerrar la
escuela.
López Castellanos se burla de quienes dicen que la educación pública
en nuestro país no es una vía para la movilidad social. “Para mí
–asegura– Mactumatzá es como una segunda madre. Si no fuera por ella yo
no sería maestro.” Además de obtener su licenciatura, leyó libros que lo
marcaron de por vida, como Así se templó el acero, de Nicolás Ostrovski.
El maestro López ingresó al servicio docente en 1993. Fue asignado a
una escuela unitaria, en la que 65 niños cursaban de primero a sexto de
primaria, en Belisario Domínguez, en la Sierra Madre de Chiapas, en el
municipio de Siltepec. Llegar allí era una odisea. En Tuxtla Gutiérrez
abordaba un autobús rumbo a Motozintla, que tardaba entre cinco y seis
horas en llegar. De allí abordaba un camión de tres toneladas, al que le
ponían cadenas en las llantas para subir a la sierra a través de
caminos llenos de lodo. Finalmente caminaba cerro arriba durante otras
cuatro o cinco horas.
La magnitud del esfuerzo para trasladarse hasta allí y las
dificultades de los niños para aprender provocaban que Daniel se
preguntara si valía la pena llegar a dar clases. Total, no había nadie
que lo vigilara. Pero el recuerdo de los rostros de sus alumnos lo
convencía de que debía hacerlo. “Yo entendía –dice– que los niños no
daban lo que yo quería que dieran. Pero hacían todo el esfuerzo, y daban
todo lo que eran. Si no aprenden no es porque no quieran, sino por
todas las limitaciones materiales que tienen.”
Daniel está orgulloso de ser maestro rural. “Prefiero mil veces
trabajar en ese medio –asegura–. Muchos compañeros de mi generación y
grupo, a base de esfuerzos y sacrificios, están en la ciudad. Algunos ya
son supervisores y la mayoría son directores. Yo sigo como maestro de
grupo porque me encanta trabajar con los niños.” En el medio rural
–explica– hay más posibilidades de trabajar con los estudiantes y con la
gente de la comunidad. Se tiene la oportunidad de visitar las casas de
los alumnos y saber cuáles son sus carencias.
Orgulloso integrante de la CNTE, Daniel ha sido parte del comité
ejecutivo de la sección 7 en dos ocasiones. La primera vez entregó
buenas cuentas y regresó a trabajar a su escuela. En esta segunda
vuelta, planea hacer lo mismo. Los padres de familia lo quieren y lo
defienden. Frente a grupo, dedica a los niños no sólo las horas
regulares de clase, sino también las tardes.
Daniel se opone radicalmente a la reforma educativa porque implica
perder la plaza base. También porque, según él, con la nueva norma habrá
que cancelar el tiempo que se destina a convivir con la comunidad,
visitar las casas de los alumnos y darles una atención personal. Ahora a
los maestros no les preocupará el asunto de que los niños aprendan o
no. Para que no los corran se van a tener que concentrar en prepararse
para pasar un examen.
A Daniel le indigna que se acuse a los docentes de oponerse a la
reforma para defender privilegios mezquinos. “Me acuerdo –dice– de una
declaración de Emilio Chuayffet en que denunció que los maestros ganaban
supuestamente entre 20 y 30 mil pesos, y que quienes no obtenían eso
era porque compraron la plaza. Yo soy maestro titulado; gracias a
Mactumatzá tengo mi cédula profesional, fui contratado por la Secretaría
de Educación. Cuando ingresé me pagaba 600 pesos”.
Para el maestro rural Daniel López Castellanos el único privilegio
que realmente tiene, el más grande de todos, es estar en una comunidad y
vivir la satisfacción de ver cómo los niños aprenden. “Es entonces
–señala– cuando uno dice: sí vale la pena todo lo que uno está haciendo.
Ese el verdadero privilegio que la dizque reforma educativa nos quiere
quitar”.
Twitter: @lhan55
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