La soledad del poder
CIUDAD DE MÉXICO
(Proceso).- Fidel Castro. Su solo nombre polariza: dictador para unos,
líder genial para otros. El poder como máxima divisa. Último prohombre
del comunismo, encarnó –para bien y para mal– la historia de Cuba en más
de medio siglo. Sus hitos lo definen: un puñado de hombres le bastaron
para asaltar el cuartel Moncada e iniciar unos años después en la Sierra
Maestra una revolución triunfante. Desde una isla de escasos 10 millones
de habitantes, instauró en las narices del imperio un sistema
socialista. En 72 horas derrotó en Playa Girón una invasión militar
organizada por la CIA. Llevó al mundo al borde de la hecatombe nuclear
durante la Crisis de los Misiles. Enfrentó la hostilidad permanente de
10 administraciones estadunidenses y logró que su régimen se
sobrepusiera al colapso de la Unión Soviética y la desaparición del
campo socialista de Europa del Este.
El libro Guiness lo tiene registrado: el presidente que ha
sobrevivido a más atentados contra su vida (630) y el que ha pronunciado
el discurso más largo en la Asamblea General de Naciones Unidas (cuatro
horas, 29 minutos).
Un récord, sin embargo, es envenenado: hasta antes de
delegarle a su hermano Raúl la jefatura del gobierno de su país en julio
de 2006, Fidel era el tercer jefe de Estado con más años en el poder:
47, sólo superado por dos monarcas: Bhumibol Adulyadej, de Tailandia, e
Isabel II de Inglaterra.
“Los revolucionarios no se jubilan”, decía.
Más: “En Cuba cualquier ministro o embajador tiene más poder
que yo”, afirmó ante periodistas el entonces presidente del Consejo de
Estado, presidente del Consejo de Ministros, primer secretario del
Partido Comunista y comandante en jefe de las Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Cuba.
Hiperbólico, magnificaba sin rubor los logros de una
revolución que navega a contracorriente –”Cuba, el país con mayor número
de médicos per cápita del mundo” –, aunque a veces sus afirmaciones
reflejaran una ironía involuntaria: “el sistema cubano es el más
democrático del planeta”.
“Es incapaz de concebir ninguna idea que no sea descomunal”,
lo definió su amigo, también ya fallecido, el escritor Gabriel García
Márquez. Así, Fidel lo mismo concibió una zafra de 10 millones de
toneladas de azúcar, que una revolución continental. Poco importó que
ambas terminaran en fracaso. No hubo mella en la leyenda.
Con poder indiscutido dentro su patria, buscó para sí un
liderazgo allende sus fronteras: durante décadas sembró guerrillas en
América Latina, envió 300 mil soldados a Angola; su ejército fue
determinante en la derrota del sudafricano y ello marcó el principio del
fin del apartheid; lideró el Movimiento de los No Alineados; encabezó
la lucha contra la deuda externa; y –ya en las postrimerías de su
existencia– se volcó contra el neoliberalismo y sus consecuencias.
“Defensor de las causas de los pobres y débiles en el
mundo”, “valladar del imperialismo en el continente”, decían de él sus
seguidores. “Intervencionista”, “abogado de los derechos y las
libertades que negó a su propio pueblo”, replicaban sus adversarios.
Guerrillero siempre, aplicó en su política exterior las
tácticas y estrategias que utilizó en la Sierra Maestra: creó entornos a
su medida, buscó –y encontró– siempre nuevos aliados, convirtió los
reveses en victorias y lanzó el golpe certero en el lugar y en el
momento adecuado, para realizar después un rápido repliegue (“muerde y
huye”, dicen en Cuba).
Aclamado por “las masas”, siempre rodeado por colaboradores,
adolecía de alguien que le hablara de tú a tú con el desenfado y la
naturalidad de un amigo íntimo. Ya no estaban quienes lo hacían: el Che
Guevara y Celia Sánchez. Sufrió la soledad que el poder impone.
Montado en sus principios, desdeñó el pragmatismo de otros
jefes de Estado. Aferrado a sus ideas, impuso su verdad a golpes de
discursos. Vivió como si librara una batalla sin descanso en la que no
cabía la derrota. No se fió incluso de los gestos de reconciliación que
hizo a su régimen Barack Obama. “No necesitamos que el imperio nos
regale nada”, escribió después de que el presidente estadunidense visitó
La Habana.
Su muerte a los 90 años deja pendientes sus dos últimos
retos: que su máxima obra, la revolución cubana, sobreviva a su
ausencia; y que la historia le otorgue la gloria de ser absuelto.
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