Testimonio de una joven voluntaria se hace viral. “Mientras te concentras en no retrasar la actividad ves pasar pedazos de la vida de alguien más: zapatos, fotos, sillas, ropa, edredones, cuadros”
Redacción Desinformémonos
Ciudad de México | Desinformémonos.
Un ejército anónimo conformado por hombres y mujeres jóvenes de la
Ciudad de México ha invadido las calles de las zonas afectadas por el
sismo del pasado 19 de septiembre. Están en todas partes y, aunque una
tragedia nunca trae algo bueno, han sido notables la solidaridad, el
valor, la nobleza, la organización y la entrega de la juventud mexicana.
Desde la cuenta de Facebook de la
joven Al Barreiro se ha hecho viral su testimonio en las arduas jornadas
de trabajo para sacar el escombro de un edificio derrumbado.
Aquí su narración:
Ayer estuve seis horas ayudando en laA
zona cero de Escocia, en la Del Valle. Me quedé en casa de mis papás y
me levanté a las 6:30 am, mi mamá me hizo de desayunar mientras me
alistaba y me enfilé hacía Heriberto Frías, donde convocan a los
voluntarios. Nos explicaron que las mujeres pasamos cubetas vacías al
Ejército, quienes las llenan de cascajo y las regresan a las 2 filas de
hombres que están formados detrás de nosotras, replegados en las
paredes. Las varillas, vidrios, muebles, boiler y objetos más peligrosos
son movidos por el ejército. Conocen la inexperiencia de la mayoría de
los voluntarios y no nos arriesgan. Para entrar nos dan equipo -casco,
guantes, chaleco y tapabocas- escriben tu nombre, un número de contacto y
tipo de sangre en el brazo con plumón indeleble y te vacunan contra el
tétanos.
Entramos
a la zona cero en silencio, con el celular apagado y rápidamente nos
ponen a trabajar. (Previo tuvimos el susto del temblor, nos replegamos y
tardamos 45 minutos más en entrar mientras Protección Civil verificaba
que era seguro nuestro ingreso). Mis ojos no dan crédito a lo que veo:
nunca había visto un edificio caído y es impresionante como una
estructura tan robusta y sólida es ahora una montaña de cascajo y
recuerdos.
La
línea de vida -como la conocen- comienza y uno deja de pensar para
ponerse a trabajar. Mientras uno está activo continuamente ofrecen agua,
electrolitos, dulces, tamales y huevos duros, donado por la sociedad.
Los voluntarios preferimos no comer, solo agarramos dulces para dejarles
la comida al ejército e ingenieros. También pasan voluntarios médicos
para saber si te sientes bien, colocan gotas en los ojos y sacan a
quienes ven más cansados de lo normal. Pasar cubetas (botes de pintura)
parece sencillo, pero después de una hora sientes ampollas en las manos y
calambres en los hombros.
Te
das cuenta que no eres la única cansada cuando las cubetas empiezan a
caerse de las manos de las demás. Algunos gritan que hay que tener
cuidado, que pueden romperse. Los hombres nos alientan y nos dicen que
hacemos un gran trabajo. Mientras te concentras en no retrasar la
actividad ves pasar pedazos de la vida de alguien más: zapatos, fotos,
sillas, ropa, edredones, cuadros. Objetos que seguramente se obtuvieron
con esfuerzo y dedicación, y ahora son nada. Llamó mi atención una
carretilla (tirada en su mayoría por albañiles, quienes sacan escombros
más grandes) con un juego de copas nuevo, aun envuelto.
Conforme
las mujeres dimiten nos recorremos y me acerco a la zona cero. Veo un
auto en los escombros del estacionamiento: es un Sentra rojo y está
intacto. Sin embargo, la entrada está detenida con polines por lo que
probablemente no saldrá completo. Nadie toma selfies ni trae música,
tampoco hablan, bromean o flojean. El respeto es tangible, es una zona
de luto. Un día antes sacaron un pug y un gato, por lo que existe la
posibilidad de que haya vida entre los escombros. Nuestra eficiencia
puede ser la diferencia entre la vida y la muerte de alguien más. El
Ejército, la Marina y los ingenieros trabajan incansablemente. Hay una
grúa que con precisión milimétrica mueve las paredes señaladas para
continuar con la búsqueda; cuando lo hace el silencio es absoluto. Tiene
una bandera de México en la punta y cuando se mueve ésta hondea -el
corazón se hincha. Los militares se colocan enfrente de nosotras para
protegernos. Una vez que la pared está en el suelo toman sus picos y la
deshacen en minutos.
Empieza
de nuevo: pasar rápidamente las cubetas para sacar el escombro lo antes
posible, las cubetas regresan con los hombres, las carretillas van y
vienen, el ejército sale con material riesgoso. La garganta pica, los
ojos molestan, el corazón duele, el alma se engrandece al ver el
esfuerzo de todos por ayudar desinteresadamente al otro.
Llega
el equipo chileno para ayudar y suben a evaluar los escombros. La
actividad continua hora tras hora. Te habitúas a tus compañeras, sabes
que la de la izquierda es rápida pero la de la derecha es despistada,
por la que continuamente le ayudo para no retrasarnos. Debajo del caso y
tapabocas es difícil saber su edad pero son mucho más jóvenes que yo,
la mayoría de los voluntarios lo son. Después de un tiempo pasa un
ingeniero y nos pregunta a que hr entramos: a las 8:30am. Nos dice que
debe sacarnos, algunas aceptan pero mi compañera de la izquierda y yo le
comentamos que aguantamos un par de horas más. Nos comentan que son
casi las 3 -no puedo creerlo- y que nos deben relevar para evitar un
incidente.
Y así, entre aplausos y gritos, con la
vista en el suelo y aguantándome las lágrimas salgo de la zona cero.
Damos vuelta hacia Eugenia, entregó el equipo y la gente me ofrece
fruta, comida y agua mientras me felicitan. Les doy las gracias y sigo
de largo. Mientras camino me doy cuenta que voy sola -no sé dónde están
las demás, pero me hubiera gustado despedirme de ellas- me duele todo,
tengo mucha hambre, me arde la cara y me siento mareada. Un voluntario
se da cuenta y me detiene, me llevan a un control donde me dan un
plátano y un refresco.
Me espero unos minutos y salgo de la zona
acordonada donde los relevos y la policía me aplauden nuevamente. Nunca
he recibido tanta atención así que sólo sonrío -la fama no es lo mío.
Respiré agradecida, me peiné el cabello tieso, sacudí un poco mi
pantalón y continué caminando sobre Gabriel Mancera, pensando en todo lo
que acababa de vivir, orgullosa de mi trabajo y sobre todo, de no haber
lorado
enfrente de los demás. Eso termino cuando vi a mi mamá esperándome
afuera del primer retén, entre los camiones de volteo listos para entrar
a sacar más escombro.
Somos
muy afortunados de tenerlo todo y lo menos que podemos hacer es ayudar a
quienes están pasando tiempos difíciles. Esta foto me la tomó Maria
Eugenia Romero infraganti al llegar a su casa, para que nunca olvidé lo
que aprendí y sentí en ese día… no lo haré.
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