El país perdido
Los rostros de los normalistas de Ayotzinapa desaparecidos. Foto: Octavio Gómez |
No sé, mientras escribo, si los cuerpos hallados
en las fosas clandestinas descubiertas en Iguala son de normalistas de
Ayotzinapa o si formarán parte de la espantosa estadística de estos
gobiernos tan criminales como los anteriores. No sé, incluso –es lo que
el corazón desea–, si, por un casi imposible milagro, se encuentre vivos
a los desaparecidos. Lo que sé es que el acontecimiento, junto con los
muertos de las fosas descubiertas, no sólo ha vuelto a escribir con
letras mayúsculas lo que la clase política se ha negado a asumir: la
emergencia nacional y la tragedia humanitaria, que se vuelven más
profundas y graves. Lo que también sé es que con la destrucción de
nuestros jóvenes se está asesinando el futuro del país.
No hay porvenir sin
generaciones de relevo. Ellas son las que, retomando la herencia de los
padres, la preservan, la continúan y la engrandecen. En México, sin
embargo, las estamos asesinando. La mayoría de los 30 mil desaparecidos
–a los que ahora se suman los normalistas de Ayotzinapa y otros muchos
que no se han contabilizado– y de los 100 mil muertos –que cada día
aumentan– son jóvenes. Lo son también la mayoría de los sicarios a los
cuales corrompe el crimen organizado. Los otros, que todavía no hacen
parte de uno y otro bando, carecen también de futuro. No hay lugar para
todos ellos en las escuelas, y si llegan a estudiar sólo habrá empleo
para unos cuantos que puedan continuar reproduciendo el sistema que los
victima.
¿Qué va ser de una nación en donde sus jóvenes, lejos de
retomar los referentes éticos de la cultura, van siendo sometidos, cada
vez más, al imperativo de un darwinismo económico administrado por el
crimen y el Estado? ¿Qué referentes políticos pueden encontrar cuando
los partidos y los gobiernos, que deberían ser maestros de la vida
política, enseñan que la función del Estado no es el servicio al bien
común, sino la conquista del poder a cualquier precio, la corrupción, la
malversación de la ley y la utilización patrimonialista de los bienes
nacionales y de sus ciudadanos para la maximización del dinero? ¿Qué
futuro pueden esperar cuando el Estado que está para protegerlos los
abandona a su suerte o los criminaliza, reprime, silencia o encarcela, y
sólo reacciona en los momentos en que sus muertes o sus
desapariciones, como en Iguala, rebasan el silencio al que quieren
someterlos y se vuelven un escándalo?
Pero aun allí la reacción de la clase política continúa
siendo tan estúpida, improvisada y cosmética que lo único que reitera es
el desprecio que tiene por la juventud y la vida del país. Allí donde
la Cámara debiera detener sus labores y presionar al Ejecutivo y al
Judicial para que atiendan la emergencia nacional y la tragedia
humanitaria del país, sólo ha habido simulación. Allí donde Ángel
Aguirre debiera renunciar como un signo de dignidad frente a su
incapacidad para hacer valer el estado de derecho, sólo existe –al igual
que en Michoacán, en Morelos, en Veracruz, en Tamaulipas, en el Estado
de México, etcétera– el espectáculo de una justicia fingida. Allí donde
el PRD debiera enfrentar su podredumbre y pedirle cuentas, sólo ha
estado –un signo de todos los partidos– defendiendo lo indefendible.
Allí donde Miguel Ángel Osorio Chong debiera tomar cartas
en el asunto y examinar a conciencia la inoperancia de su estrategia de
paz y justicia, sólo ha estado el profesor que descubre el hilo negro:
las desapariciones tienen que ver con las policías penetradas por el
crimen organizado. Allí donde Enrique Peña Nieto debía dar cuenta de la
corrupción de su partido, de las violaciones y asesinatos de Atenco, y
del desastre en el que, semejante a Calderón, tiene sumido al país, está
un hipócrita maestro de moral.
Todo en nuestra vida política muestra la inexistencia del
Estado, su mutación en una dictadura de nuevo cuño donde criminales y
gobiernos trabajan para someternos al miedo, a la muerte y a una inédita
forma de esclavitud. En esa nueva dictadura los jóvenes son la mayor
parte de los prescindibles, de los que estorban, de los que pueden ser
desaparecidos, asesinados, secuestrados o pasar a formar parte de los
ejércitos de reserva del crimen o de los grandes capitales, y cuya vida y
destino a nadie importa.
Es evidente que el futuro del país ya no está en manos de
la clase política. La reforma del Estado y la salvación de la nación son
imposibles con ellos. Son –lo dijo Edgardo Buscaglia— “el corazón de la
delincuencia”. Está, por el contrario, en las de los propios muchachos.
Las protestas de los estudiantes del Politécnico y las movilizaciones
de los normalistas, que rememoran las del #Yo Soy 132, hablan de ello.
¿Serán capaces de reunir nuevamente la indignación de la
reserva moral del país para articularla en un gran movimiento nacional?
¿Serán capaces de entender que son ellos los únicos que, tomando en sus
manos el presente, pueden salvar su futuro y el de la nación? ¿Serán
capaces de articular una lucha no violenta y llena de contenido que,
sumando las demandas de los pueblos indios, rescate el corazón de México
y pueda poner un coto a la violencia y generar una nueva forma de
Estado? Yo, como muchos, lo deseamos y estamos dispuestos a luchar a su
lado y poner lo que sabemos a su disposición. Mientras eso no suceda, el
país continuará perdido.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San
Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus
autodefensas, a Nestora Salgado, a Mario Luna y a todos los presos
políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia y juzgar a
gobernadores y funcionarios criminales.
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