Privilegios, corrupción e ineficiencia
Ricardo Raphael *
Hoy
son más eficaces los criminales organizados para exigir derecho de piso
que el Estado para cobrar impuestos. Su principal debilidad radica en
que la tributación en México no alcanza para financiar las
responsabilidades del gobierno, menos para redistribuir el ingreso.
La
omisión viene de lejos. La historia mexicana no tiene en su haber una
fiscalidad que haya logrado derrumbar privilegios para igualar a las y
los ciudadanos frente a la hacienda pública. En simultáneo, la
corrupción e ineficiencia en el gasto han sido argumentos que han
deslegitimado todo intento por modificar la manera como en México se
cobran los impuestos.
Privilegio,
corrupción e ineficiencia del gasto son las principales barreras para
una reforma fiscal que alcance amplia legitimidad. No sorprende que la
desconfianza crezca cada vez que una autoridad se aproxima al tema. En
tumulto se desatan sospechas sobre quién será el beneficiado y quién el
que cargue los costos.
Esta
obviedad no debe ser tanta cuando ningún gobierno se ha preocupado
antes por combatirla. La burocracia hacendaria ha creído hasta hoy que
basta con diseñar una reforma fiscal bien justificada técnica y
jurídicamente para que la población y sus representantes atemperen el
encono que este expediente despierta.
En
México toda reforma fiscal está destinada al fracaso en tanto no logre
convencer de que los que más ganan pagarán más y que nadie, por más
influyente o marrullero que sea, podrá ser exentado de contribuir a las
arcas públicas. Es decir, que las leyes fiscales tratarán igual a los
iguales y desigual a los desiguales.
De
la mano del razonamiento anterior viene el enojo que se produce por la
corrupción. ¿De qué sirve una reforma que entregue más dinero al erario
si, a la postre, éste servirá para subir los salarios de los
funcionarios, para financiar la obra que va a enriquecer al hermano del
gobernador, para pagar viajes a Europa y Asia que no tienen
justificación o para sufragar campañas políticas del partido gobernante.
No en vano la principal queja de los mexicanos contra nuestra
democracia es la corrupción. Una piedra que jala hacia abajo cada vez
que nuestro sistema político intenta ir a la superficie.
El
dispendio y la ineficiencia con que se conduce el gasto público imponen
también ánimo para oponerse a cualquier reforma fiscal. Obstaculiza la
legitimidad de toda reforma la convicción de que el dinero obtenido no
va a mejorar la calidad de vida de la mayoría. No serán mejores las
calles o las policías, los hospitales o las escuelas. En fin, se percibe
que, con mucho o poco dinero, el gobierno seguirá siendo de baja
calidad.
Durante
su discurso del lunes pasado, el presidente Peña Nieto no conectó
prácticamente con ninguno de estos argumentos. Anunció en cambio una
reforma fiscal cuyo propósito (reviso mis notas) es simplificar esquemas
fiscales; fomentar la formalidad; fortalecer el Federalismo, a Pemex y a
la hacienda pública. Me pregunto qué le dicen estos objetivos al
ciudadano de a pié. ¿En qué medida se relacionan con sus verdaderas
preocupaciones? ¿Cuánto despejan sus dudas acerca de los privilegios, la
corrupción o la ineficiencia?
Será
difícil que una reforma como la planteada ayer logre respaldo de la
población mientras el gobierno federal no logre convencer que su
iniciativa está destinada a igualar a las personas ante la hacienda
pública; mientras no exista un compromiso creíble respecto a la lucha
contra la corrupción y mientras no se exhiban argumentos decisivos sobre
la eficiencia social y económica del gasto público.
Si
no se erradica la percepción de ilegitimidad que en nuestro país
siempre ha rondado sobre la hacienda pública, se seguirá perpetuando la
anemia financiera del Estado mexicano. Ocurrirá así incluso si los
legisladores reunidos dentro del Pacto por México logran ponerse de
acuerdo en su reforma y la aprueban tal cual la ha presentado el jefe
del Ejecutivo.
*Analista político
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