fe de erratas

22 jul 2011

La voz de la tribu
Javier Sicilia no es el primer doliente que se convierte en una referencia contra la inseguridad, pero sí es el primer poeta místico que de un día para otro se ve forzado a salir de su cueva y pastorear una protesta nacional.
Por Emiliano Ruiz Parra / Fotos de Ramiro Chaves




Sicilia nunca había sido un político, pero en sólo seis semanas se convirtió en el personaje más relevante de México.
"La Iglesia es una puta, pero es mi madre", afirma Javier Sicilia Zardain entre una bocanada de humo y una sonrisa. Pienso que en esa frase se sintetiza la contradicción esencial que Sicilia percibe en el mundo moderno: la Iglesia debía ser custodia de la pobreza de Cristo y predicar esa pobreza, pero se corrompió. 
 
Construidas a imagen y semejanza de la Iglesia católica, el resto de las organizaciones de la modernidad —el Estado, las escuelas, los hospitales— se corrompieron también. La frase expone el sentido del humor y la franqueza de Javier Sicilia.
Continúa: "[Los jerarcas de la Iglesia] son gente muy omisa, muy obtusa, muy antievangélica. Eso no conmueve mi fe, no la fastidia. Sólo me da mucha vergüenza. La tradición tiene una frase, la casta meretrix, traducida como ‘la puta casta': la Iglesia, cuando emputece, emputece. Pero sigue siendo casta del otro lado, en esos cristianos comprometidos, esos sacerdotes como [Alejandro] Solalinde —y hay muchos Solalindes— jugándose el Evangelio en su piel. Ésa es mi Iglesia, que se meció en los brazos de esa puta".

Pobreza, y en particular la pobreza de Cristo que debería predicar la Iglesia, no debe entenderse como sinónimo de miseria. Sicilia repudia la miseria y aspira a un mundo justo. La pobreza es un concepto más complejo: implica la renuncia de Dios a sus privilegios como divinidad para encarnarse en un hombre pobre, nacido en un pesebre y ejecutado como delincuente común. La pobreza es por tanto renuncia y, de esa manera, es amor. Ese amor sólo es posible en la gratuidad. No significa dar, sino darse.

La Iglesia ha traicionado ese amor al institucionalizarse y convertirse en la administradora del amor del nazareno. En lugar de predicar la pobreza se dedicó a cultivar su contrario, el poder. El Estado nació a imitación de la Iglesia y ha perpetuado esa traición a la caridad, al amor personal entre los humanos, y se ha convertido también en una agencia administradora del poder, de acuerdo con la crítica de la modernidad de la que participa Sicilia.

Javier Sicilia no deslinda su pensamiento filosófico del resto de sus actividades intelectuales ni de su vida cotidiana. Suena radical cuando no deja títere con cabeza y se lanza igual contra los narcos que contra partidos, sindicatos y empresarios: desde su punto de vista, todos somos solidarios del mal del mundo (aunque también somos solidarios del bien). 
 
A veces suena ingenuo cuando apela al corazón de los hombres, pero es porque confía que el amor de Cristo hiberna en cada uno de nosotros.

Por ello hay que entender su vida —y su acción política— a la luz de su pensamiento, que fue moldeado por las ideas del filósofo vienés Iván Illich, fundador del Centro Intercultural de Documentación (Cidoc) en Cuernavaca. Por medio de la crítica de Illich, Sicilia sustentó sus intuiciones respecto de Cristo, la Iglesia y el mundo contemporáneo. La civilización cristiana, de acuerdo con esa visión, es la corrupción de las enseñanzas de Cristo y su reverso maligno.

En el prefacio al tomo II de las Obras reunidas (FCE) de Iván Illich, Sicilia expone el pensamiento illichiano: La fuente de su crítica a la modernidad se fundamenta en un pasaje del Evangelio: Con afán de provocarlo, un experto en la Ley llegó con Jesús y le preguntó: ¿Y quién es mi prójimo? Jesús contestó con una parábola: Un hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó se encontró con una banda de salteadores que lo robaron y lo dejaron medio muerto. Por ahí pasó un sacerdote, que se apartó del camino sin auxiliarlo. Luego pasó un levita —sacerdote judío de menor jerarquía—, que también se cambió al otro lado del sendero. Por último pasó un samaritano, que le vendó las heridas, lo subió a su caballo, lo llevó a una posada y pagó su recuperación. Jesús concluyó el relato con una pregunta al experto: ¿Cuál de los tres se portó como prójimo del que cayó en manos de los ladrones?

Sicilia explica que, tras el paso del tiempo, la parábola del Buen Samaritano (Lucas 10, 25-37) perdió el desafío radical que supuso en la Palestina de hace dos mil años. Samaritano se convirtió en sinónimo del que ayuda a alguien más, pero entonces significaba nativo de Samaria, por tanto un extranjero que no sacrificaba en el templo como lo prescribía la ley mosaica. Para recuperar su sentido original habría que sustituir al samaritano por un palestino de nuestros días que encontrase a un soldado israelí moribundo —un ocupante de su tierra— y curara sus heridas.

En los tiempos de Jesús, la noción de projimidad dependía de ser partícipe de un mismo ethnos y un mismo ethos cultural: el hombre de lengua griega tenía obligaciones con los hablantes de su lengua, pero no con los que hablaran diciendo bar bar, los bárbaros. Lo mismo los judíos. Ni el sacerdote ni el levita de la parábola habían incurrido en una falta contra la projimidad al desentenderse del moribundo. 
 
Por el contrario, el samaritano prácticamente había cometido una traición al apiadarse de un hombre que no pertenecía a su etnia y que, de esa manera, podía considerarse un enemigo o un adversario. Por medio de esta parábola Jesús introduce una idea revolucionaria para su época: cada persona tiene la libertad radical de elegir a su prójimo y en ella reside la ilustración más poderosa de la caridad: Dios está en el otro.

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