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Cómo derechizar a un izquierdista Un arículo de Frei Betto
Sábado, 08 Septiembre 2012
ContraPunto
Ser
de izquierda es, desde que esa clasificación surgió con la Revolución
Francesa, optar por los pobres, indignarse ante la exclusión social,
inconformarse con toda forma de injusticia o, como decía Bobbio,
considerar una aberración la desigualdad social.
Ser
de derechas es tolerar injusticias, considerar los imperativos del
mercado por encima de los derechos humanos, encarar la pobreza como
tacha incurable, creer que existen personas y pueblos intrínsecamente
superiores a los demás.
Ser
izquierdista -patología diagnosticada por Lenin como ‘enfermedad
infantil del comunismo’- es quedar enfrentado al poder burgués hasta
llegar a formar parte del mismo. El izquierdista es un fundamentalista
en su propia causa. Encarna todos los esquemas religiosos propios de los
fundamentalistas de la fe. Se llena la boca con dogmas y venera a un
líder. Si el líder estornuda, él aplaude; si llora, él se entristece; si
cambia de opinión, él rápidamente analiza la coyuntura para tratar de
demostrar que en la actual correlación de fuerzas…
El
izquierdista adora las categorías académicas de la izquierda, pero se
iguala al general Figueiredo en un punto: no soporta el tufo del pueblo.
Para él, pueblo es ese sustantivo abstracto que sólo le parece concreto
a la hora de acumular votos. Entonces el izquierdista se acerca a los
pobres, no porque le preocupe su situación sino con el único propósito
de acarrear votos para sí o/y para su camarilla. Pasadas las elecciones,
adiós que te vi y ¡hasta la contienda siguiente!
Como
el izquierdista no tiene principios, sino intereses, nada hay más fácil
que derechizarlo. Dele un buen empleo. Pero que no sea trabajo, eso que
obliga al común de los mortales a ganar el pan con sangre, sudor y
lágrimas. Tiene que ser uno de esos empleos donde pagan buen salario y
otorgan más derechos que deberes exigen. Sobre todo si se trata del
ámbito público. Aunque podría ser también en la iniciativa privada. Lo
importante es que el izquierdista sienta que le corresponde un
significativo aumento de su bolsa particular.
Así
sucede cuando es elegido o nombrado para una función pública o asume un
cargo de jefe en una empresa particular. De inmediato baja la guardia.
No hace autocrítica. Sencillamente el olor del dinero, combinado con la
función del poder, produce la irresistible alquimia capaz de hacer
torcer el brazo al más retórico de los revolucionarios.
Buen
salario, funciones de jefe, regalías, he ahí los ingredientes capaces
de embriagar a un izquierdista en su itinerario rumbo a la derecha
vergonzante, la que actúa como tal pero sin asumirla. Después el
izquierdista cambia de amistades y de caprichos. Cambia el aguardiente
por el vino importado, la cerveza por el güisqui escocés, el apartamento
por el condominio cerrado, las rondas en el bar por las recepciones y
las fiestas suntuosas.
Si
lo busca un compañero de los viejos tiempos, despista, no atiende,
delega el caso en la secretaria, y con disimulo se queja del ‘molestón’.
Ahora todos sus pasos se mueven, con quirúrgica precisión, por la senda
hacia el poder. Le encanta alternar con gente importante: empresarios,
riquillos, latifundistas. Se hace querer con regalos y obsequios. Su
mayor desgracia sería volver a lo que era, desprovisto de halagos y
carantoñas, ciudadano común en lucha por la sobrevivencia.
¡Adiós
ideales, utopías, sueños! Viva el pragmatismo, la política de
resultados, la connivencia, las triquiñuelas realizadas con mano experta
(aunque sobre la marcha sucedan percances. En este caso el izquierdista
cuenta con la rápida ayuda de sus pares: el silencio obsequioso, el
hacer como que no sucedió nada, hoy por ti, mañana por mí…).
Me
acordé de esta caracterización porque, hace unos días, encontré en una
reunión a un antiguo compañero de los movimientos populares, cómplice en
la lucha contra la dictadura. Me preguntó si yo todavía andaba con esa
‘gente de la periferia’. Y pontificó: “Qué estupidez que te hayas salido
del gobierno. Allí hubieras podido hacer más por ese pueblo”.
Me
dieron ganas de reír delante de dicho compañero que, antes, hubiera
hecho al Che Guevara sentirse un pequeño burgués, de tan grande como era
su fervor revolucionario. Me contuve para no ser indelicado con dicho
ridículo personaje, de cabellos engominados, traje fino, zapatos como
para calzar ángeles. Sólo le respondí: “Me volví reaccionario, fiel a
mis antiguos principios. Prefiero correr el riesgo de equivocarme con
los pobres que tener la pretensión de acertar sin ellos”.
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